¿Cómo nace el sueño de un viaje largo en bici? Hay una diversidad de orígenes, pero hoy, Jessica Funes nos cuenta su muy particular respuesta, con un sueño nacido tras los efectos mentales y físicos que tiene el pasar horas y horas, día tras día en una oficina. Creemos justo advertir: a Jessica no le da pena hablar de un problema de salud en su región posterior, uno que a muchxs nos prevendría sentarnos en el sillón más cómodo, por decir así. Que conste que les dijimos.
Historia de Jessica Funes @jessica_fungi
Cuando les cuento a mis amigos cercanos que tengo una hemorroide, la pregunta que me devuelven es la misma: ¿de tanto andar en bici? Sorprendida corrijo: No, no, me salió cuando trabajaba en la oficina. Claro que las causas también podrían estar en las horas del tráfico, en los jeans apretados y en mi consumo de aceites procesados. Si a lo anterior le agrego que heredé un aparato circulatorio medio chafa, se entiende que en mis veintes, (aún sin embarazos y sin cargar pesas), yo ya tenía una hemorroide.
Antes de que me aquejara ese mal yo ignoraba olímpicamente mi mala circulación. ¿Qué tan terrible puede ser tener picazón y ardor en las varices, sentir los pies siempre fríos o terminar la jornada laboral con las piernas adormecidas? Además yo tenía la responsabilidad de caminar, ¿quién me obliga a pasar todo el día frente a la computadora? Sí, sí hay entregables que urgen, pero me gusta el diseño ¿no?
Hay dos tipos de hemorroides: internas y externas. Nadie habla de ellas porque no nos gusta decir “tengo una vena hinchada en el ano”. La mía es interna, y no sabía de su existencia hasta que apareció un día en el baño de la oficina; estaba apurada y estreñida, una mala combinación. Tenía ganas pero no salía nada, así que hice lo que no se debe: pujé… y entonces, en los dos sentidos, la cagué. Sentí como si una parte de mi intestino se hubiera salido y con esa sensación volví a la junta de trabajo.
Esa tarde, me monté en la bici para regresar a mi “departamento” que en realidad era solo un cuarto con cocina y baño ubicado en la colonia Obrera. Lloré y pedalee sin parar. Miento. Aprovechaba cada rojo del semáforo para parar y limpiar mis lentes empañados de tristeza. Llegué a casa y cargué mi bicicleta tres pisos por las escaleras, ese esfuerzo no me estaba ayudando nada, pero yo no sabía aún nada de la hemorroides, y solo en la intimidad de la ducha pude descubrir qué me había pasado.
Cuando llegó Al, mi novio, le conté de mi hemo-horror. Él sí que sabía de problemas intestinales, pues llevaba ya un par de años con una enfermedad autoinmune que lo hacía tener diarreas explosivas. Acostados en la cama mirando el techo, con las piernas recargadas en la pared, refunfuñamos juntos por horas. Mientras la posición estaba haciendo maravillas y poco a poco sentía como ese incómodo globito se desinflamaba, comencé a buscar la raíz de nuestros males: todo se había desencadenado desde que nos mudamos al corazón de la ciudad para que el trabajo nos quedara cerca. Y sí, teníamos chamba y vivíamos cerca de ella, pero no me gustaba eso de estar encerrada todo el día, y el sueldo no era el suficiente como para negociar mis horas de nueve a seis. Así que lo dije en voz alta:
–– No me gusta mi vida, mi parte favorita del día es dormir y andar en bici. ¿Y si nos vamos de viaje en bici?
–– ¿A dónde? — Me cuestionó él.
–– Pos yo digo que nos demos un rolecito por Yucatán — el único destino que me pude sacar de la manga.
–– ¿O sea, unas vacaciones? Pero…¿y después qué? Yo no quiero volver a lo mismo. Solo voy si vamos hasta Argentina — lo dijo serio y sin mirarme. Francamente no recuerdo qué le contesté, yo creo que el pobre de mi novio creyó que se había desafanado de una mis ideas extravagantes poniendo esa condición. Lo que no supo fue que sin querer había dejado una semilla germinando en mi cabeza.
Al otro día volví a la oficina diferente, todo y nada había cambiado, sentía la adrenalina de mi secreto palpitar por mis poco elásticas venas. Seguía frente a la computadora, pero ahora tenía dos objetivos que me entusiasmaban: ahorrar y aprovechar los tiempos muertos para investigar sobre viajes en bicicleta. Para lograr el primer punto empezamos cancelando el internet. Ya solo pagábamos la renta y los servicios básicos: el agua, la luz y el gas. Después comenzamos a ir al tianguis bien tarde para que nos dieran barato, allí descubrimos que había cajas llenas de verduras y frutas en buen estado, solo que ya no eran hermosas; cada tarde del domingo íbamos a surtirnos y regresábamos cargados con mangos pintitos, sandías abolladas, papas raras y lo que nos tocara.
Debo aceptar que una vez que te sacudes la vergüenza ya no puedes parar: observé que al lado de la oficina, había un restaurante vegetariano en el que los clientes rara vez se terminaban su comida; así que un día, sin pensarlo mucho, fuí con mis tuppers y le pedí al mesero que me guardara allí lo que otros no se comían, solo que le echara un ojo para que la comida no tuviera colillas de cigarro. El mesero me miró de arriba a abajo buscando la locura en mi cara, no sé si la encontró pero aceptó. Todo funcionó. Ahorré 70 mil baros en siete meses.
Por otro lado, mi investigación por internet sobre cicloviajes solo arrojaba europeos, gringos y canadienses montados en bicicletas carísimas. Comencé a navegar entre blogs que hablaban básicamente de dos cosas: de lo chingón que es visitar lugares majestuosos en bici y de cuánto amaban su Farrhad, su Surly, sus Ortlieb, su Brooks, su MSR y así. Yo miraba y miraba las páginas web de esas marcas, las bicis y el equipo estaban en dólares o en euros. Si había elegido ese tipo de viaje era para que fuera económico, pero parecía que iba a gastar lo mismo a que si me conseguía un carro.
Al mismo tiempo mis amigos que andaban en bici me decían que con mi vieja Mercurio de acero no iba a llegar a ningún lado, así que primero me enfoqué en buscar una bici nueva lo cual me llevó a los talleres de Házlo Tu Mismo de Bamboocycles. Era algo bonito: ¡haz tu propio cuadro con bambú! Yo no tenía idea de en qué me estaba metiendo, pero tampoco me importó, las bicis de bambú son hermosas y punto. Armar mi propio cuadro fue un poco estresante, quería que quedara bien derechito, planeaba viajar sobre él hasta Argentina y tenía miedo de estropearlo, afortunadamente en el taller saben lo que hacen y me ayudaron. Poco a poco comencé a unir por partes el alma de mi bicicleta, el reto es pegar el bambú a las piezas centrales que unen los componentes con el marco, y para hacerlo hay que sumergir los mechones de la fibra de carbono en la resina ya activada, ésta se pone muy caliente y hay que usar guantes para así asegurar el bambú a las piezas con ambos materiales.
Una vez armado el cuadro, viene el suplicio: lijar, lijar, y lijar. Tenía cuidado de llegar al taller sin bañarme, para que mis poros estuvieran cerrados, con las piernas y los brazos cubiertos, pero no importaba cuánto me esforzara en cubrirme, alguna parte del cuerpo siempre terminaba con ese polvo picoso. La tarea era tan odiosa que Al sólo me ayudó una vez, durante diez minutos y jamás volvió a acercarse a la fibra de carbono.
El siguiente reto fue hacer que ese marco se convirtiera en una bicicleta en la que me pudiera subir. Fuí a la San Pablo, esa calle de Ciudad de México donde hay varias tiendas de rilas, para adquirir lo que necesitaba. Recuerdo bien al dependiente de una tienda preguntándome con la nariz levantada llena de superioridad “¿Qué tipo de rines necesitas, sencillos o de doble pared?” “Yo solo me quiero largar de aquí joven, ¿cuáles me recomienda?” Eso me hubiera gustado responderle, pero solo negué con la cabeza y salí de la tienda.
Esa noche me enfrasque enojada en lecturas de Wikipedia, intentando descifrar lo que el dependiente me había preguntado. Sentía que la bici había dejado de ser sencilla y libertaria para ser elitista y que en ese mundillo las personas especializadas en el tema no estaban tan dispuestas a ayudarme.
Una semana después volví a las tiendas con una seguridad personal autoimpuesta, no quería que nadie me mareara, estaba empeñada en salir con partes de bici a como diera lugar. También obligué a Al a que me acompañara y en la tienda le hablaba a Diego, el dueño de Bamboocycles, a cada ratito para que me ayudara con las especificaciones. Salí de allí con una caja llena de componentes, la tarde estaba cayendo cuando me di cuenta que estaba en la Merced, una zona con mala reputación. Nos subimos al primer taxi que pasó, y en mis brazos reposaba el cofre lleno de tesoros.
La armada de la bici me rebasó por completo, así que Diego se encargó de eso. El día que mi bici de bambú estuvo lista llegué con la parrilla preguntando ¿y como ponemos esto? Diego simplemente agarró el taladro y perforó las vainas de bambú, casi se me va el alma al suelo al sentir que la estructura de mi bici tenía hoyos, pero tuve que recuperarme para ir en busca de los últimos tornillos. La nave de aventuras ya estaba lista, ¿y mi hemorroide? Mi hemorroide se iba conmigo de viaje.
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